viernes, 30 de octubre de 2009

miércoles, 28 de octubre de 2009

Un taxi en Manila

Aquel era el segundo taxi que cogía aquella mañana. El conductor, Ramón, le había dicho que tenía por delante al menos una hora de trayecto así que tiró del nudo de su corbata, se desabrochó el botón del cuello y trató de relajarse y ponerse cómodo. Contó el dinero de su cartera y se aseguró de que aún le quedasen suficientes billetes para afrontar el resto de gastos del día. Como medida de precaución, decidió guardarse en un bolsillo aparte los 750 pesos que tendría que pagar en el aeropuerto aquella misma tarde para salir del país.

Justo cuando creía que ya lo sabía todo sobre el sudeste asiático, llegó a Manila. En lugar de túnicas naranjas encontró túnicas negras, y donde debía haber monjes no había sino curas y monjas. En lugar de tuk tuks lo que vio fueron viejos jeeps del ejército americano reconvertidos para bien (o para mal) del transporte público y, lo que parecía aún más improbable, el fútbol le traía a la gente sin cuidado. Lo que aquí nos gusta es el basket, escucharía después. El bueno aquí no era Raúl sino Gasol.

A los diez minutos de trayecto, el taxista se giró y le preguntó de nuevo por la dirección.

- Just wanna double-check- se disculpó con un inglés cosido a puntales.

Bagon Silangan es el principal vertedero de Manila; se encuentra en Quezón City, y sirve de hogar a miles de familias que viven de lo que allí encuentran. La primera vez que leyó sobre este sitio fue en el libro de David Jiménez “Los hijos del Monzón”, lectura altamente recomendable, y al saber que tendría que venir a Manila volvió a buscar información sobre el lugar para saber si podría acercarse a hacer unas fotos.

- No problem, sir- le dijo anoche uno de los conserjes del hotel en el que se hospedaba- es un sitio bastante seguro, pero… ¿seguro que quiere ir?

Llevaba la cámara preparada y la tarjeta de memoria casi vacía. Durante los días que había pasado en aquella ciudad apenas había tenido tiempo de acercarse a la zona de Intramuros y lo cierto es que el lugar le dejó bastante frío. Si éste es el Top One de la Lonely mejor me acerco a echar un vistazo al vertedero, pensó.

Miró de nuevo el reloj e hizo cuentas mentalmente del tiempo que disponía antes de que saliese su vuelo. Observó por un segundo el tráfico y descartó la idea de pedirle a Ramón que acelerase. En su lugar le preguntó por los tifones y las inundaciones de la semana anterior. Su casa, como la del resto del barrio en el que vive, se inundó y de nada sirvió subir las cosas encima de las mesas. El agua llegó hasta aquí, le dijó señalándose el cuello. Al preguntarle por las noticias de la nueva tormenta que se aproximaba, el taxista se volvió y con muchos aires le respondió:

- When they say a typhoon is coming, then no typhoon is coming; when they say nothing is coming, then a typhoon is coming.

La mayor parte de los cuatro días en Manila los había pasado encerrado en un taxi. Resignado, miró a su alrededor y lo que vio no le dejó indiferente: una inmensa ratonera con cientos de miles de coches colapsando cada vía y cada salida. La calle en la que se encontraban parecía un Tetris de hierros con la partida a punto de finalizar. Por un momento su cabeza le llevó a Yakarta y se acordó de cómo se quejaban los empresarios españoles por las horas muertas que pasaban atascados en los taxis. Al menos aquí casi todos utilizan el taxímetro, se consoló.

Sin embargo, la tarde anterior le tuvo que pedir a un taxista que parase en medio del tráfico porque no lo quería utilizar. Al bajarse le dijo que ya había lidiado con suficientes embaucadores en ciudades mil veces peores que aquella y que se iba a buscar a otro de los miles de taxistas honrados que, gracias a Dios, quedaban en la ciudad.

Irritado, volvió a mirar el reloj. Llevaba hora y media montado cuando por fin le preguntó a Ramón por el lugar donde se encontraban. Sus cálculos eran bastante simples, contaba con algo más de cuatro horas para ir al vertedero, echar un rato haciendo fotos, volverse al hotel, recoger el resto de equipaje y emprender el camino hacia el aeropuerto.

Al no obtener respuestas, decidió insistir con la pregunta hasta que Ramón por fin se decidió a parar el coche. El taxista miró hacia un lado y se rascó la cabeza. Arrggh! gruñó, miró hacia el otro lado y se volvió a rascar la cabeza:

- I think we are- por un momento pareció detenerse y, tras armase de valor, dijo - I think we are lost, mister.

Me cago en ti y me cago en tu madre, joder!… le gritó con la boca cerrada y apretando mucho los dientes. Lo sabía. Me he pasado tres días currando para poder disfrutar de una mañana a mi aire y me la has jodido enterita, so cabrón! - se lamentaba él. Ahora, se encontraba a tomar vientos y con los cálculos, a priori sencillos, en negativo. Me cago en tu abuela coño! Seguía el monólogo en su cabeza.

Trató de serenarse y de ver las cosas en positivo. Le preguntó si tenía idea de cuánto tiempo les podía llevar salir de la cloaca a la que le habían traído para llevarle al vertedero al que quería ir. Ramón, sin atraverse a girarse esta vez, se dió la vuelta y le dijo, one hour mister. Ahora sí, ahora sí que sí, sentía que algo se despertaba dentro de él.

- Ramón… La-madre-que te-parió!

Consciente de lo ajustado de su itinerario y de que Ramón le había arruinado la mañana irremediablemente le pidió que le llevase de vuelta al hotel. Más se perdió en la guerra, pensó fijándose por primera vez aquella amañana en lo monstruoso de aquella ex colonia española.

Tres horas y media después de coger el taxi en Makati, cerró su puerta y le dijo adiós a Ramón.
Tras recoger sus cosas en el hotel le pidió al conserje que le llamase a un taxi de la calle. Los del hotel costaban 35 euros por la media hora que había de camino hasta el aeropuerto, más del triple que de lo que le había pagado a Ramón por toda la mañana, y tal derroche no parecía merecer la pena.

- Here it is- le dijo el uniformado conserje al tiempo que levantaba su maleta y la acomodaba en el maletero del primer taxi blanco que apareció.

Con algo más de margen del que necesitaba, emprendió el camino al aeropuerto. Al sentarse se fijó en que aquel coche se encontraba en pésimas condiciones, tenía el frontal abollado y en el interior de la puerta un triste y raquítico alambre servía como tirador. Al acelerar el coche graznaba cómo un pájaro afónico.

Diez metros después de salir, las cosas se volvían a torcer:

- It will take us about two hours and a half to reach the international airport, sir.
- Whaaaat!- Le respondió atónito- so cabrón, si me acaba de decir el conserje que se tardan cuarenta minutos.
- No, no, two hours to three hours, sir.
- Ok, enough! Para el taxi que me bajo.
- But Sir, the traffic
- Ni señor, ni hostias– le increpó mientras agarraba el maletín del portátil- O paras el taxi o me tiro, coño. Y haz el favor de abrirme tú la puerta, que todavía me pillo un dengue con el alambre éste.

Una vez en la acera, más cansado que enojado, no le quedó más que suspirar y dar media vuelta para recorrer los escasos veinte metros que le separaban de la puerta del hotel. Vaya mañanita llevo, pensó. Pidió otro taxi al mismo conserje que al verle de nuevo le recibió confuso y señalando con cara de estupefacción el lugar por donde acababa de marcharse.

- Me ponga otro taxi, joven. Y ésta vez que sea de los del hotel- Qué hostias! si lo paga el ICEX, pensó.
- Ok, sir but… where is your luggage?
- Mi equipaje está aquí en el…ehh –me caaaago en su puta madre! Oh no, Dios! la maleta!

En un tiempo de reacción que ni Michael Bolt, consiguió deshacerse del portátil y de la chaqueta, y emprendió a grandes zancadas la carrera hacia la calle, cabrón! cabrón! se le oía gritar, sólo para ver cómo el taxi del que se acababa de bajar se perdía de vista calle abajo. Vuelve cabrón! sollozaba sin aliento a punto de ser atropellado por otro taxi.

Hay momentos en que parece que el mundo entero se viene abajo y que todo alrededor deja de cobrar importancia. La ropa, la cámara, coñññño, gritó, la maleta ni siquiera era suya sino que se la habían prestado para el viaje. Con el cariño que le tenía a su iPod que iba para cinco años. Oh Dios! Los calzoncillos de flores heredados de su hermano, que eran del 90. No se lo podía creer. De verdad que esto no me puede pasar a mí, se lamentaba. Por un momento, ahí parado en medio de la calle, pensó que iba a llorar; lo veía todo negro, pero había algo que de repente vio muy claro:

- Es que soy gilipollas- gritó- G-I-L-I-P-O-L-L-A-S-!-!-!.

Una señora que caminaba en su dirección le miró horrorizada y, enseguida, se cambió de acera.

- Gilipollas!- la gritó.

Otro de los conserjes del hotel le puso una mano en el hombro y le preguntó si sabía la matrícula del taxi que se había marchado con su maleta. Sin abrir los ojos, le contestó que no, e intentó hacer memoria para tratar de recordar algo significativo del coche.

- Graznaba como un pájaro- fue lo único que acertó a decir.

Al momento no era sólo un conserje, sino media docena el personal del hotel que se arremolinaban a su alrededor. ¿Cómo ha sido? ¿Por qué no ha cogido la maleta? ¿Se acuerda del modelo del coche? Hasta que por fin escuchó aquello que toda persona a punto de derremburse quiere escuchar… No se preocupe, la recuperaremos.

Vestido con una camisa verde y pantalones negros, allí parado delante de él, se personificaba la mística figura que viene a bien de surgir en todo momento de crisis, aquel individuo sensato que tiene a bien de poner orden a base de utilizar la razón, donde sólo hay desconcierto y caos. Unos le llamarán héroe. No se preocupe, la recuperaremos, fue la primera cosa bonita que alguien le decía en todo el día. Otros le llaman simplemente… Señor Lobo.

Aquel tipo se hizo cargo de la situación eclipsando al resto de los presentes. Allí parado le preguntó por su nombre y se presentó. Le pidió que le relatase de forma simple lo que había ocurrido. Después le preguntó por el tiempo exacto que disponía para llegar a tiempo al aeropuerto. Más tarde le pidió a uno de sus colegas que entrase en el hotel para dar aviso a la policía, e instó a otros dos conserjes a que llamasen a todas las compañías de taxi de la ciudad. Vamos a contrarreloj y no dejaremos de intentarlo hasta que este chico recupere su maleta. Daba gusto ver cómo alguien imponía su autoridad y su carisma en medio de tanto enredo. Parecía increíble su mesura al explicarle a todo el mundo que disponían exáctamente de 42 minutos (si hacen ustedes lo que yo digo y cuando yo lo diga, debe bastar) para dar con un taxi en una ciudad de más de diez millones de habitantes, antes de que el caballero que había perdido la maleta tuviese que tomar otro taxi para no perder su vuelo.

Mientras pasaba el tiempo recordó algo en lo que creía cuando aún era muy pequeño. Lo había escuchado en algún sitio y entonces parecía algo demasiado lógico como para no ser verdad. Si la cantidad de gente necesaria, un estadio lleno, por ejemplo, se concentrase en una misma cosa, tal como prenderle fuego a un árbol en un bosque, dicho árbol se quemaría de forma instantánea por combustión inmediata. Parecía algo fantástico, pero durante unos instantes juguetéo con la idea de hacer un llamamiento a todo el mundo a su alrededor para que se concentrasen en traer al dichoso taxi blanco de vuelta. Aun así, pensó que si todo el mundo estaba tan nervioso y cansado como él, la idea no funcionaría.

Al rato, un coche de policía hace su aparición en la entrada del hotel. Se viven unos momentos de confusión hasta que alguien consigue explicar que no ha habido ningún robo.

- Simplemente sucedió que aquel chico de allí, el de la mirada perdida, ha olvidado la maleta en un taxi.

Durante los siguientes treinta minutos no pudo sino pensar en todo lo que perdería si no recuperase la maleta. Cada movimiento que hacía era torpe e incierto, como si no estuviese seguro de que sus manos y sus pies pudieran hacer contacto real con las cosas que tocaba. Se sentía ligero, como un astronauta en la luna, y a la vez pesado, como un cuerpo atado a una viga de acero en el fondo del mar. Entretanto pensaba en el tiempo que invertiría en un futuro próximo en contar a sus amigos y familiares aquella anécdota, en cómo la repetiría una y otra vez en fiestas y reuniones, añadiéndole un poco más de emoción aquí o dándole un toque más grotesco cada vez. Incluso se vio a sí mismo contándole la historia a sus nietos, una vez en Manila...

De repente, el señor de la camisa verde levantó el brazo y gritó desde el interior del hotel que habían localizado al taxi. Para él fue como despertar de un sueño profundo; estaba tenso y con los músculos del cuello agarrotados. No podía creer lo que oía, ese señor había conseguido lo imposible, había dado con una aguja en un pajar.

Efectivamente, el taxista de las dos horas y media al aeropuerto hizo su entrada en el hotel exactamente cuarenta minutos después de que el señor de la camisa verde tomase las riendas. La maleta se encontraba en el maletero que al abrirlo no sonó con sonido de trompetas triunfales ni se iluminó con maravillosas luces cegadoras. Todo era normal, un coche, una maleta, un conserje ayudando a recogerla.

Al ver que todo estaba en su sitio, ropa, cámara y calzoncillos, sintió un alivio como no nunca antes. Sintió que tenía 12 años y que aprobaba las matemáticas, sintió que la vida le volvía a sonreír una vez más y que el mundo volvía a girar. Exultante, se echó mano a la cartera y sin pensarlo se puso a repartir pesos a todo el mundo que le había prestado algo de ayuda. El taxista que honradamente le había devuelto la maleta fue el primero en recibir algo de dinero; después llegaría el turno del personal del hotel, que lo recibiría con gran profesionalidad y gran disimulo. El dinero circulaba como en un casino de Las Vegas. Por último, quedó frente a frente con el caballero de la camisa verde. Al ofrecerle el billete, éste levantó los brazos y con una sonrisa en los labios dijo que no hacía falta y que lo había hecho todo con mucho gusto.

Una hora más tarde, alguien le vio bajar del último taxi que cogería en Manila. Para no perder la recién adquirida costumbre, le vieron ofrecerle una pequeña propina al conductor que le había llevado a tiempo hasta la terminal de vuelos internacionales. Antes de emprender los últimos diez metros que le separaban de la entrada, alguien le vio recoger su maleta con una fuerza inusitada, como si la fuese a perder en cualquier momento. Su cara y su semblante transmitían una energía especial. Estaba sonriendo.

sábado, 24 de octubre de 2009

viernes, 16 de octubre de 2009

3 Cuartos de Club

El Jet lag, también conocido como descompensación horaria, disritmia circadiana o síndrome de los husos horarios, es un desequilibrio producido entre el reloj interno de una persona (que marca los períodos de sueño y vigilia) y el nuevo horario que se establece al viajar en avión largas distancias, a través de varias regiones horarias.

Entre los posibles síntomas provocados por el jet lag se encuentran: cansancio general que es el más frecuente, problemas digestivos - vómitos y diarreas, confusión en la toma de decisiones o al hablar, falta de memoria, incapacidad para escribir sobre las vacaciones, irritabilidad…

Llegamos a Kuala buscando el seis, número talismán, para pasarlo teta en agosto. Empezamos en Guanana Lampur, donde se descubrió nuestra falta de práctica en el regateo, hasta que llegó el “Nygociador”, cambiando empujones por rebajas.

Bali, el paraíso. Ubud, Sunset Hills, templos, anocheres frustrados, sonrisas nativas, cajeros donde sacas millones e iPhones, monkey forest, regateos en indonesio, ceremonias balinesas, motos que cagaban bolitas de plomo, Baron, empujones, otro Baron, pool, Bintang, etc.

Llegamos al sur buscando las olas, Kuta y Legian, el Benidorm balinés. Hubo de todo, baños nocturnos, espumillas, revolcones, alguna bien pillada, quillas partidas al apurar las olas hasta la orilla. Años después de haber tirado la toalla, David vuelve a sentir el gusanillo al deslizarse en una ola, ¡objetivo conseguido! Otro surfero para el grupo.

Mabul, una isla para perderse en toda regla, con sus palmeras, sus cocos, su agua cristalina y sus hoteles sobre pilares en medio del mar. Lo que se lleva allí es el buceo y no me extraña. En cuanto te asomas, cientos de ojos te miran incómodos desde la profundidad. Tuvimos un encuentro con las jellyfish, que con sus pequeños y delicados tentáculos, nos dejaron hechos un cristo. Con un baño de vinagre te quedas bien, nos dijeron. Suerte que no hizo falta mearnos unos a otros a lo bukkake amarillo.

De los templos de Angkor ya habéis podido leer muchas cosas en este blog. Nosotros reseñaremos que ni en el centro de Camboya se…

lunes, 12 de octubre de 2009

Los Galácticos

La luz tenue de los fluorescentes ilumina la estancia del viejo aeropuerto. Por fin me llega el turno de presentar el pasaporte. El agente de aduanas indonesio lo recibe con hastío, lo abre sin mucho cuidado y lo inspecciona en busca de la fecha en el visado de entrada. Antes de devolvérmelo se fija curioso en la cubierta.
- Ah! Español?– suelta mirándome a la cara por primera vez– ¿puedo preguntarte algo? ¿Qué significa ehhh…– echa un vistazo a su compañero en busca de ayuda y al no encontrarle con la mirada estira el brazo para alcanzar el periódico. Susurra en voz baja lo que va leyendo y repasa cada titular con el dedo índice. Al fin levanta la vista para ver por encima de las gafas y, con voz dubitativa, lee despacio- “los Ga-lác-ti-cos”, qué significa “Los Galácticos”?
- ¿Galácticos? Galáctico significa estelar, que brillan como las estrellas– respondo yo divertido.
- Ah! Como las estrellas– repite el oficial satisfecho mientras aparta el periódico y fija de nuevo la mirada en mí- ¿y tú… de qué ciudad eres?
- Pues yo soy de Madrid.
Parpadeo rápido, boca muy abierta y mirada entusiasmada del agente:
- Ooooh! Galáctico!

lunes, 5 de octubre de 2009

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Toraja Malavi

Estamos en las tierras altas de Sulawesi, un lugar rodeado de montañas imponentes y campos de arroz inmensos. Aquí cualquier cosa es colosal y todas las miradas acaban por perderse en el horizonte. Es la época seca y quizá por eso los paisajes hayan perdido parte de su esplendor. Estas tierras son habitadas desde hace siglos por los Toraja, gente humilde y de vida sencilla, cuya actividad principal es la agricultura. Sin embargo, durante un par de meses al año la comunidad Toraja se transforma, inundando cada rincón con sus rituales y ceremonias ancestrales.Según la tradición, tiene que pasar un tiempo prudencial desde la muerte del difunto y su posterior entierro. Lusia murió hace ahora dos años. Era maestra y, por ello, muy querida y conocida en la comunidad. Su imagen en blanco y negro adorna una de las casas tradicionales del pueblo que se ha construido exclusivamente para festejar su funeral y dar cobijo a los cientos de invitados. En total cuento más de veinte casas Toraja, todas engalanadas con cintas de colores y cuernos de búfalo, todas construidas según el estándar regional, emulando los cuernos del búfalo o simulando un barco panza arriba. El funeral durará al menos tres días.

No estaría exagerando si dijese que a nosotros casi nos ha llevado el mismo tiempo llegar hasta aquí. Si me pongo a echar cuentas, tres horas de avión y nueve de autobús por aquí, una de taxi y casi otra en motocarro por allá, descubro que hubiese tardado lo mismo en cubrir los 12.000 kilómetros que me separan de España en avión que llegar a tiempo a este rincón de Indonesia, a tiempo para al entierro de la querida Lusia. Triste, reflexiono sobre esta circunstancia, sobre la muerte y sobre la distancia. Por unos momentos mi cabeza me traslada allí, a mi casa, al lugar al que pertenezco y al funeral que me corresponde.

Al morir, un Toraja sólo podrá ir al puya, o paraíso, una vez su funeral se haya celebrado acorde a la tradición. Hay que impresionar a los dioses y por eso hay que matar tantos búfalos, ese es el significado del sacrificio, nos cuenta Achukp, la persona que nos ha invitado a presenciar el rito. Además, el camino a puya está lleno de valles y montañas y la ayuda de los búfalos es necesaria para llegar sin percances.
Los familiares de Lusia han tenido que vender parte de sus tierras y pedir dinero prestado para organizar la ceremonia. Nos cuentan que para muchas familias la muerte de un familiar significa su ruina absoluta. Afortunadamente, casi todos los hijos de Lusia trabajan en Yakarta desde hace tiempo y todos han podido aportar su granito de arena. Uno de ellos se acerca a nosotros y nos cuenta que su cuerpo ha permanecido postrado en la mejor estancia de la casa familiar desde el día en que murió. Aunque ha sido conservado gracias a una inyección de un brebaje elaborado a base de hierbas y raíces su estado, nos dice, se ha deteriorado mucho en los últimos meses.

A ratos, la ceremonia se me hace lenta y muy pesada. Como en el resto de Indonesia, aquí no importa que los niños anden jugando a la pelota ni que los mayores no apaguen sus cigarrillos de clavo mientras toque rezar. Aquí no hay tonterías, lo importante es la celebración en sí y no las formas. A un lado, un corro de hombres canta y baila unidos únicamente por sus dedos meñiques. Se mueven despacio, al ritmo de sus propias voces que apenas se distinguen entre el griterío y las charlas del resto de asistentes. Habrá que hablar aún más alto, pensarán, si quiero que se me oiga entre tanto berrido de cerdo que se escucha. A escasos metros siete ancianas marcan el ritmo golpeando unas cañas de bambú contra un mismo tronco, mientras que en el centro de la plaza, decenas de cerdos se apilan a la espera de ser degollados.El tiempo ha pasado despacio pero al fin llega el momento grande de la fiesta. La plaza, rodeada de gente y miradas curiosas, simula ahora un ring de boxeo. De un lado del poblado comienzan a aparecer búfalos. Llegan también despacio, sumisos, fieles como siempre a los impulsos de sus amos que tiran con fuerza de la anilla que prende de sus narices. Ajenos a lo que se les avecina se muestran tranquilos, como si fuesen un invitado más a la fiesta de Lusia. Al otro lado del cuadrilátero, con un cigarro calado entre los dientes, aguarda impasible el matarife.

Han pasado diez minutos desde que empezó la carnicería y cuatro de sus iguales yacen postrados con la garganta abierta en el suelo. El animal, siguiente en la fila, no tiene pinta de ser consciente de lo que está sucediendo. De naturaleza mansa, sigue sereno en compañía de su dueño. Mi impresión es que, pese al olor a sangre y pese a los bramidos anteriores, el búfalo no entiende que va a morir. El alboroto de la muchedumbre que los rodea no difiere mucho a cualquier otro día en el mercado ¿Por qué debería ser diferente? Al fin le llega el turno y, guiado una vez más por la mano que tan bien conoce, levanta la cabeza sin saber que mediante este simple gesto de obediencia le está ofreciendo en bandeja su corpulento cuello al verdugo. No sabe que éste ha sido su último acto. Instantes después, desesperado y sin aire, con la mirada horrorizada, el búfalo cae abatido al suelo para morir en cuestión de segundos. Degollado.Irónicamente, la muerte del animal ha dado paso a la nueva vida de Lusia. Todo el mundo ha quedado contento y los familiares descansan felices tras meses de preparativos. Al retirarnos, me voy pensando en el funeral y en el significado tan diferente que la muerte tiene aquí. Miro hacia abajo y pienso en los zapatos negros que llevaría hoy de estar en España. Miro hacia el cielo y, triste de nuevo, vuelvo a pensar en ella.

viernes, 25 de septiembre de 2009